viernes, 14 de noviembre de 2014

La cinta

La cinta estaba lista para ser usada. Abrí el compartimento donde cabía la bobina, lo cerré y apagué las luces. Todo comenzó a brillar frente a mí como en una película. Entonces lo vi todo: esas imágenes celestes se movían mientras yo, sin comprenderlas, me emocionaba. Se escuchaban risas, llantos, juegos, pero sobre todo un movimiento continuo, perpetuo, casi que mareaba. Fue entonces cuando el rollo de cinta comenzó a incendiarse. Giraba cada vez más rápido y yo no la pude parar, las imágenes continuaban, el rollo seguía se desenvolvía sin freno y comenzó entonces a producir un sonido subterráneo, escandaloso que era como un "rrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr" que se iba acrecentando. El fuego no cesaba, no se extinguía y yo opté por resignarme, y comencé a ver como las imágenes movidas y vivaces que había visto hacía unos minutos, comenzaba a convertirse en hondos agujeros oscuros, con olor a cinta chamuscada, los rostros se distorcionaban, las risas se convertían en alaridos, era la transformación, era una metáfora fantástica de lo que yo estaba viviendo. Entonces, comenzó a quemarse todo lo que había alrededor, los muebles, los cajones de madera llenos de cintas y yo misma, que de pronto reaccioné, en el último segundo, agarré la cinta todavía en llamas y la lancé por la ventana con todas mis fuerzas. Luego fui a buscar agua y apagué los restos del incendio. Fue la calma. Ahora lo recuerdo como un episodio lejano pero decisivo, de esos cotidianos que encierran en sí tanto simbolismo, tanta certeza. Ahora comprendo que yo había comenzado a grabar la cinta y que por eso, solamente yo, podía terminarla.

martes, 21 de octubre de 2014

el lenguaje

El lenguaje es el mayor de todos los idiomas. Es el tiempo de todos los pájaros, es el alcance de todas las cosas. El lenguaje es libre. Es la más libertaria de las artes y por eso, la más bella y sublime.
No tiene límites, ni censura, ni anhelos incumplibles, ni reglas físicas, ni espacio.
Es el templo de los niños, el corazón sangrado de los seres, el sonido del mar está hecho de lenguaje.


El lenguaje nació para mi una noche de verano profundo en el centro de la ciudad de San Bernardo, que está situada en las costas del Mar Argentino. Antes de la cena, me llevaron de paseo a un parque de juegos infantiles y -supongo que por decisión mía-, me encontré de pronto montada sobre un largo y precioso cisne de mármol. Era un cisne blanco, enorme, y tan bello y bien formado como si fuese de verdad, a pesar de que nunca había visto uno. Su cuello con forma de ese, se erguía con una elegancia irrepetible, su cabeza de pato miraba serenamente al frente, pálida e inmóvil. Yo estaba sentada justo detrás de él, donde estaría su lomo, en un asiento para niñas pequeñas y me abrazaba a su delgado cuello, segura de quererlo. El cisne solamente daba vueltas eternas sobre una laguna artificial, en donde había otros cisnes y pequeñas imitaciones de juncos y plantas flotantes. Todos girábamos, los cisnes y yo, en un círculo rítmico y monótono que entonces comprendí que era como una danza secreta e invisible para los adultos. Sé que era de noche porque recuerdo el tímido reflejo de la luna sobre la superficie del agua.
Yo tendría apenas cinco años. Y estaba en ese lugar sola, alejada del sonido, en una laguna artificial, sobre un cisne y con abundante vegetación que yo sabía que era de mentira. Y sin embargo, hubo de pronto allí algo de verdad, porque advertí que todo ese mundo empezó a girar más rápidamente hasta cobrar vida y fue entonces como si estuviese sumergida dentro de un cuento todo de cisnes, maravilloso. Advertí de pronto, que mi ave amiga comenzó a moverse, a sacudir sus delicadas plumas y a llevarme por toda la laguna a su antojo, y los demás cisnes de repente nos miraban y nos acompañaban divertidos y algunos incluso desplegaban sus pequeñas alitas y volaban directamente hacia la noche. Yo comprendí que era la reina de los cisnes, era la invitada en aquella hermosa laguna que era cada vez más grande y más profunda y tenia la certeza de que la danza de los cisnes jamás terminaría.
Cuando fue el final del juego, comprendí que ya era una adulta. Porque fue en ese momento, en que nació para mi el lenguaje, cuando quise describir luego a los adultos la sensación maravillosa que había vivido girando en la laguna, y me di cuenta de que no encontraba las palabras, que éstas se me escurrían entre mi cabeza y mi garganta, que no me alcanzaban los gestos, los sonidos, la boca. Era la realidad, certera y despiadada: yo no sabía dominar el lenguaje.

domingo, 12 de octubre de 2014

Primavera

De pronto, del sendero han brotado
 los múltiples ramos de flores
lilas, verdes, rojos, naranjas,
que ha traído la estación, junto al sol imponente.
Es como si la naturaleza al fin pudiera desplegarse,
ser más bella, más real
como si no hubiese filtros, ni sombras,
como si los inmensos paisajes de campo
fueran solamente éstos
y no aquellos otros,
cuando están tristes y nublados.

Los pájaros emiten su canto infaltable,
lo colorean todo con su sonido.
Los arbustos emergen continuamente,
Y no hay animal que falte, en ningún lado.

Los seres que habitamos la tierra,
Los que hemos tenido la dicha
de disfrutarla,
amamos la vida.

Porque, y no temo decirlo,
Por más guerras y desastres,
Por más muertes y precipicios,
¿Quién se siente sólo bajo un árbol,
Ante la mirada definitiva del sol,
Sintiendo la suave brisa matinal,
Junto al sendero,
frente a esa vida,

colmada de frutos?

domingo, 5 de octubre de 2014

Atardece,

los violines celestiales se chocan, se agitan,

el manto rojo se revuelve, se mezcla, se funde y se confunde,

se torna de rojo a naranja, de rosa a violeta,

se transforma y desenvuelve en sí mismo.

Es el estruendo especial de todas las luces.


La tarde está cayendo, el sol está torcido.

martes, 23 de septiembre de 2014

Un hermano perdido está bailando en mi cabeza. Y todo su cuerpo, sus manos, su camisa húmeda de transpiración, me llevan al compás de esa música brillante e infinita que se cuela a través de todos nuestros sentidos, quizás fantaseando con complacernos demasiado. Él es mi sangre, es mi tesoro perdido en el país de la infancia. Es el ser que habita las praderas profundas del viento, es aquél que nace siendo sombra para convertirse en una galaxia profunda e infinita. Él existe en mi cabeza y por eso lo estoy creando, lo estoy amando sin amarlo, sin conocerlo, sin poder ponerle un rostro y apenas un nombre, "Nico". Él es la fuerza que yo no tengo, es el espacio de las sobras que fui dejando inertes en el paraíso terrenal. Me pertenece. Es un hombre y me pertenece en absoluto, me deja refugiarme en sus brazos, sus dos únicos brazos que se despliegan ante mí maravillados de tristeza y de amor y me abrazan y me besan solamente con sus ojos. Su existencia es consoladora, es reconfortante. El baila conmigo y podríamos estar haciéndolo así toda la noche, hasta desgastarnos, hasta que los zapatos se hundan en el piso y no haya piso, hasta que la música se detenga y siga en nuestras cabezas, para siempre. Nico es un refugio que no existe, Lo he inventado. Y es en el delirio de mi soledad, en donde lo busco, lo quiero para mí, lo necesito. Él es el tiempo, la arena mítica, el sol. Todo aquello que me conecta, me vuelve una niña, un caracol, un sueño....


martes, 16 de septiembre de 2014

Necesito reconciliarme otra vez con sus abrazos, sus olores, sus dientes móviles del vaso de agua, la profunda soledad de las tardes y el café tostado de las mañanas. Mis abuelos fueron un ensueño en las horas de dolor, un profundo jardín agitado de aromas en donde deseaba jugar siempre. Y he perdido con ellos la nostalgia, me he ido dando cuerda a mí misma sin pensar, suponiendo que la vida se trata de sobrevivir. Mi abuelo era un hombre tímido, cerrado, aparentemente frío pero tan dulce y cariñoso como un oso de felpa. Pasé con él hermosas tardes en las que me contaba las historias que inventaba, y que eran cortos y apasionantes policiales con rasgos psicoanalistas que yo deseaba escuchar una y otra vez y otra y otra. Mi abuelo regaba sus plantas como en un ritual magnífico, todas las mañanas, las observaba largamente, les arrancaba las hojas secas, limpiaba las verdes con un trapito anaranjado para quitarles el polvo.... ese pequeño patio era también su pequeño mundo, y yo admiraré siempre la paciencia y el amor que el demostraba con sus plantas, el que no se animaba a darle a las personas, por miedo a sufrir. Desayunaba el café puntual, era ordenado, metódico y amante de la música clásica, que no se cansaba de escuchar una y otra vez y otra y otra... miraba reiteradas veces las óperas que más le gustaban y si alguien lo descubría en medio de un ataque de llanto incontrolable, él intentaba disimularlo, frotándose los ojitos apresuradamente, como un niño.
Mi abuelo hacía las cuentas de gastos todos los días. Si mi abuela o yo salíamos a comprar, cualquier mínima cosa, nos pedía que trajéramos el ticket, y entonces él anotaba en su cuaderno cuánto había gastado esa mañana, según cada rubro. Y gracias a ese método elemental, él pudo siempre organizar los gastos de la casa y ahorrar un poquito, lo que se pudiera, para dejarles a sus hijos, o a sus nietas...Mi abuelo era un hombre bueno y me quería, profundamente me amaba y le costaba decírmelo, pero yo lo sabía igual, lo sentía y yo lo amaba también, en la infancia, precisamente en la edad en la que todo se ama o se odia, en donde todo es un acontecimiento de la vida. Mi abuelito fue la felicidad, como dije al principio, en los días de dolor. Sin él, no hubiera tenido fuerzas para vivir. Y a pesar de que tenía dos nietas más además de mí (mis primas), él siempre me prefirió a mí, supongo que por ser hija única, ser la hija de su hija y porque vivía cerca de su casa. En este momento lo extraño y lo necesito como cuando era una niña. Necesito dormir las siestas con él, necesito abrazarlo, decirle aunque sea una vez lo mucho que lo quiero.

jueves, 28 de agosto de 2014

El invierno

El invierno se ha teñido de sus sombras,
sólo la escoba vieja barre con su sonido
de polvo, de trabajo para nadie,
en la amargura de sentirse herida,
sin que nadie la comprenda. 
Tiembla sin hojas el árbol herido
acostumbrado a la belleza
de su ser puesto en ramas
de su soltura solemne y milenaria
testigo de los siglos del pasado.

El invierno es el vacío solitario
de los espejos que ya no reflejan
de los relojes que ya no funcionan
del cielo gris que se torna pesado
con las horas que se arrastran en suplicio
como rogando ser llevadas a otro tiempo.

Tengo el círculo de la cabeza oxidado
cubierto de rejas yuxtapuestas 
que me cierran el paso a las ideas
y el delirio fatal de la ventana
es uno en el paisaje de mi tierra.

No es el llanto, es la risa lo que extraño
es el canto de las estrellas cuando no puedo dormir
es el silbido sigiloso de la noche
es el patio colmado de luna
son los grillos que murmuran su canto
su hueco de aire y marfil, su tumba.

Todo se muere en invierno y renace luego
como en un eterno rito
y yo me voy dibujando de a poco poco
saltando entre recuerdos y racimos.






miércoles, 13 de agosto de 2014

África

África,
felina inventada,
ojos de cuerda,
orejas de cuna.

África,
sirena nocturna,
minina sagrada,
cabeza de luna.

¿Desde qué remotas tierras
has llegado hasta aquí?
¿Por qué has venido a este mundo
que no sabe quererte?

¿Te irás alguna vez? ¿Volverás a tu origen?
No te vayas, princesa, no me dejes nunca.
Y si debes partir,
¡lleváme con vos! ¡A no importa dónde!

África,
leona viajera,
indiscutida reina de los tejados celestes,
orbitas en la noche como una musa salada.
Sombra del tiempo, suspiro de estrella,
tu ronroneo solitario se convierte en orquesta.

África,
gata azulada,
intrépido ser de sencillos placeres.
Hundir mi mano en tu tibia espesura,
es como acariciar un susurro de liebre.

África,
reinás sobre los astros,
sin saberlo, los gobiernas.
Con tus garras inofensivas de leona
te aferrás a las frazadas como abrazándolas,
y yo,
te contemplo estupefacta,
emocionada de tan simple belleza.
Mis lágrimas serenas te circundan entonces,
se desploman dulcemente en tu pelaje sombrío,
se incrustan en él, lo encienden, lo brillan
como retazos de luz en un cielo vacío.

África,
jazmín del invierno,
silencio de niña.
Tu aliento es el vals
de estrellas y ninfas.

Gata constelada, 
rabito de azúcar.
Todo lo diriges desde tu trono de espuma,
acurrucada en mis pies.

Me basta con tocarte,
con sentir la calidez de tu cuerpo tranquilo.
Y es como un consuelo…

Estás conmigo, África.
No tengo miedo.
No estoy sola.
Me elegiste y yo te elijo.
Y soy feliz con tu simpleza.
Quisiera quedarme siempre
a tu lado, durmiendo.

África, gata infinita.
Lleváme con vos, al fondo de tu tierra.
A aquél paraíso azul de pájaros, lirios y flores.
De aroma a mariposas, a cítricos, a azahares,
donde todo es un juego de música y colores.

África,
maga indiscutible.
Privilegiada vos,
que prescindís del lenguaje
para decir esas cosas.
Te basta una mirada, un simple sonido.

África,
surges de la noche,
como un espectro, como un espíritu.

Estréchame tu pata, ¡llévame lejos!
Invítame a viajar por todos los astros,
a la vuelta del sol, más allá de las estrellas.

No me dejes, no me olvides nunca
No te arrepientas de haberme encontrado.
No sufras jamás, ¡jamás te caigas!

Viajáme, África que
esta noche es nuestra.

África,
No te detengas, seguí adelante
No dejes que te lleven a donde no querés ir.

Princesa indiscutible,
arcángel sin tiempo, ni historia.
¿Cómo describirte?
¿Usando qué palabras?

África,
felina viajera.
Hacés de la noche mi refugio lejano,
y es tan hermoso saberte.

Te veo danzar entre hierbas y palomas,
entre duraznos y ciruelas.
Sos la dueña incomprendida del anteúltimo jardín.
La luna se vuelve agua con tu maullido de muñeca.
Y me hace temblar de emoción tu suave sigilo.
Te pienso largas horas, pequeño ángel sin cielo.

África,
peluchita tierna.
No es posible que te quiera tanto.
Me has vuelto niña con tus ojos de cebolla.

Haz hecho desde la terraza un paisaje ideal.
¿A qué has venido, África?, ¿qué es lo que buscas?
Gata absoluta, gata eterna.
Te busco, te extraño…

sábado, 9 de agosto de 2014

Tarde nevada

Isamel estaba sentado solo sobre un banco de mármol. El frío lo obligaba a sentarse en una sensación casi fetal, como abrazándose a sí mismo. Estaba vestido con su traje de siempre, fúnebre e impecable, con su chaqueta de algodón gris y su enorme sombrero acaudalado. No tenía guantes ni bufanda porque esas ropas no eran usadas por los hombres de su edad en esos lados y en esos tiempos. Sus típicos anteojos combinaban con su barba seca y enorme, que le cubría todo el cuello y le daba un aspecto solemne e inspirador. Ismael observaba la nieve que caía a su alrededor como si mirara una película muda. Sentía el placer egoísta de sentirse solo con la nieve, se creía dueño de aquél paisaje gris e invernal que a pesar de que lo obligaba a sentarse en las más extrañas posiciones, también le transmitía una tranquilidad profunda.
Aquella mañana, Ismael había salido de su casa, decidido a hacer algo muy importante y trascendente para su vida, es decir, para todo el universo. Iba a ir por primera vez a visitar la tumba de su esposa, fallecida hace seis terribles meses en los que la culpa y la desesperación no lo dejaban dormir, por lo cual se había decidido a ir a visitarla aunque fuera una única vez, para que su recuerdo y su presencia lo dejaran en paz.
Aquél día, Ismael se levantó sin apuro. Vivía solo desde el día en que ocurrió la tragedia, por lo que se estaba acostumbrando a esa soledad inevitable e irrepetible que es la soledad obligada. No se ponía despertador, ya que lo único que lo despertaba del todo y a la hora precisa era el gallo errado y enorme que vivía en un granero cercano y cuyo cacareo declaraba que en ese momento comenzaba el día para todos los habitantes del pueblo, sin nadie que lo pudiera contradecir ni mucho menos, callar.

Ismael había comprado flores para su esposa en el mercado central, la tarde anterior. Eran unas lilas muy discretas y cuyo aroma atraía fuertemente a los pocos insectos que se animaban a salir en ese invierno. Esa mañana, Ismael casi olvida llevar las flores, por lo cual tuvo que volver a entrar y salir de su casa, a pesar de que hacía ya media hora que se había encaminado hacia el cementerio. El tramo hasta este lugar,  con las flores en mano, era largo y silencioso. La nieve barría con todo lo observable y lo cubría de blanco por completo, dando un espectáculo melancólico y quieto. Las casitas estaban del todo cubiertas, al igual que los árboles, los jardines, los lagos, las calles y las montañas que apenas se alcanzaban a ver. No había nadie en los alrededores, Ismael se sentía el único ser humano en todo el mundo y disfrutaba de ese paisaje nevado, porque le parecía que expresaba lo que sentía él en ese momento; una congoja inexpresable e infinita, cada vez más honda. Al cabo de una hora y media, por fin llegó al cementerio fatal, que nunca antes había visto pero que era precisamente igual de como lo había imaginado: tenía una reja gris de tres metros de alto, una pequeña iglesia en el medio del parque, puertas enormes y chirriantes y soplaba allí un viento furioso que no soplaba en ningún otro lado y que cambiaba de lugar las nieves que tapaban las tumbas. Ismael se acercó con paso decidido a la tumba de su esposa, a pesar de que no sabía dónde estaba exactamente ésta. Sabía que se encontraba del lado derecho del parque, más bien cerca de la reja, al final del penúltimo pasillo, pero aun así, había muchísimas tumbas en ese lado e Ismael comenzó a reemplazar la congoja por un sufrimiento real y enorme por no haber previsto: que quizás nunca hallaría la tumba que en estos instantes tanto deseaba ver. Comenzó a caminar ligero y luego a dar vueltas en círculo y comenzó a desesperarse. Leyó nombre por nombre varias veces pero ninguna pertenecía al de su esposa, entonces comenzó a alejarse y a buscar más allá de ese lado, entre otras tumbas, atrás de iglesia, a la vuelta del árbol cubierto de nieve. Después de unos minutos, la vio. Era la tumba más hermosa de todo el lugar, y era la única que no estaba del todo cubierta por la nieve. Tenía en su parte superior una escultura de un ángel mirando hacia el cielo con una sonrisa y con sus alitas de niño aleteando inmóviles de la alegría, y con una mano extendida también hacia arriba como queriendo alcanzar el sol. Estaba vestido con un harapo humilde que le cubría la cintura y tenía rizos pequeños que se volaban sin volarse y que hacían de esa figura una obra de arte maravillosa y extremadamente simple a la vez. Ismael la observó un largo rato porque no sabía que sobre los restos de su esposa se había levantado tal monumento y después de admirarlo largamente se preguntó cómo nadie le había consultado sobre aquella decisión, y cómo otra vez nadie ni siquiera le había comentado nada acerca de esa escultura del ángel mirando el cielo. Trató de concentrarse en lo que estaba por hacer, leyó el nombre de Irma por segunda vez y se dejó absorber por la tristeza. Despacio, se acercó al mármol helado y lo tocó apenas; estaba muy frío y sentía que los dedos se le iban a quedar pegados a él si no los retiraba pronto. Cubierto de lágrimas inertes que se fundían en su barba, Ismael dejó las lilas sobre el mármol y no dijo nada, porque no podía decir nada, y porque tampoco hubiera sabido qué decir. Al contrario de lo que tenía previsto, comenzó a alejarse de allí con la certeza de que había hecho lo correcto y que el recuerdo de Irma ahora sí lo dejaría en paz. Pero absorbido por el túnel eterno del recuerdo, se sentó en el banco, en posición fetal y comenzó a observar el mundo triste y blanco que lo rodeaba. No le quedaban demasiados motivos para vivir. Hubiese preferido quedarse para siempre en ese cementerio, junto a su esposa, junto a su tumba, sin culpa ni remordimiento. Pero cuando otra vez comenzó a nevar, decidió levantarse de allí e irse para siempre. Pero había dado unos cuantos pasos desde el banco hasta la salida cuando un remolino gris comenzó a formarse en frente de él hasta formar una figura y allí mismo y en seguida apareció la imagen fantasmagórica de Irma, pero más joven y alegre que cuando había muerto. Miraba a Ismael con una sonrisa despreocupada y natural, que expresaba ternura y tal vez compasión hacia ese ser que en aquél día de frío le había llevado las flores. Ismael quedó inmóvil, en el medio del cementerio. No creía lo que veía pero aun así lo veía y lo observaba, el espíritu de su esposa se había materializado frente a él y no podía hacer nada, ni siquiera huir de allí porque sentía que el fantasma lo perseguiría a donde fuera. Entonces se quedó estupefacto, parado sobre la nieve, con la boca medio abierta pero sin emitir ni un sonido, ni un grito, ni un lamento. El fantasma de Irma seguía mirándolo con una ternura cada vez más honda hasta parecer feroz e Ismael en su indecisión, lo único que puedo hacer fue tirarse al piso y comenzar a llorar. Mientras lo hacía, un impulso que parecía haber salido del fondo de la tierra, lo obligó a incorporarse y comenzar a bailar. Irma lo agarraba con sus manos pálidas y transparentes y bailaba con él una danza sin música, pero que ambos escuchaban al interior de su cabeza. Ismael sentía que iba a desmayarse, no lograba comprender cómo estaba bailando con su esposa muerta hace seis meses y que él mismo había matado para evitarle el dolor de una enfermedad que le carcomía los huesos y los músculos y que no podía dejarlo en paz por la culpa que aquello le generaba. Ismael bailaba con Irma como ésta era a los ventitantos años, alegre y jovial, lo miraba con ojos vivos y al mismo tiempo ausentes e Ismael no sabía si temerle o dejarse llevar por aquél extraño impulso que cada vez más firmemente lo obligaba a tocar a aquél ser que tanto había amado y odiado hasta la muerte y luego también. Irma entonces comenzó a girar más rápido e Ismael se dio cuenta de que no podría salir nunca de ese baile macabro en el que lo había metido su esposa y comenzó a asustarse, transpiraba todo el cuerpo, el sombrero se le había caído y trastabillaba casi todo el tiempo pero su esposa lo sostenía y lo obligaba a bailar esa danza silenciosa. El sonido del viento comenzó a ser más fuerte, se convirtió en ráfaga y silbido, en un vendaval inmenso que tiraba la nieve de las tumbas hacia otras, y que obligaba a los árboles a volverse hacia un costado, en una actitud de humillación y sometimiento que Ismael apenas alcanzó a ver a través de los vidrios de sus lentes que milagrosamente seguía conservando. Ismael asustado, comenzó a gritar con todas sus fuerzas en busca de ayuda, o de cualquier cosa que hiciera que él pudiera salir de esa situación incomprensible y terrorífica en la que estaba involucrado. Ismael gritó con los ojos cerrados, hasta quedarse sin voz porque el viento penetraba en su garganta y lo lastimaba. Entonces, cuando ya no pudo gritar más, Ismael abrió los ojos y se encontró solo consigo mismo en el cementerio, que estaba igual que cuando él había llegado. Pensó que debía salir de allí lo antes posible y comenzó a correr hacia la salida. Y cuando estaba casi por llegar, una criatura pequeña y amarronada, se interpuso en su camino, casi a propósito, saltando desde algún lugar al piso, justo unos metros antes que Ismael. Era un gato grande y peludo, con un pecho blanco que combinaba con la nieve y las patas también blancas y con el lomo de un color marrón chocolate y enorme bigotes y ojos de pantera. El gato vio a Ismael y caminó hacia él con decisión. Se frotó en sus piernas y en seguida comenzó a ronronear. Se paró el gato sobre el mármol del costado de la escalera y miró a Ismael con ojos vivaces, casi de niño. Ismael sintió un extraño cariño hacia aquel gato que le daba confianza y seguridad y lo acarició con ternura, para regocijo del gato. La nieve cubría cada vez más los árboles ausentes e Ismael decidió marcharse de allí rápidamente, a pesar del gato, a pesar de todo lo que había ocurrido. El gato lo secundó hasta la puerta y en un último maullido se despidió a su manera de Ismael, quien lo observaba con respeto y amor. Ambos, gato y hombre, se despidieron en una última miraba eterna y celestial que abrigó con devoción toda la fuerza de espíritu que le quedaba a Ismael. Pero cuando quiso marcharse de allí para siempre, advirtió que sus cuatro patas peludas no lo dejaban moverse ni un centímetro más hacia la puerta de salida, y que su rabo marrón, se erguía de emoción al ver cómo se iba alejando aquél hombre solitario, vestido de negro, con sombrero alto y anteojos redondos, al que había observado largamente desde el techo de la iglesia cuando éste había bailado con el viento, sin ningún temor a parecer loco o ridículo, en la soledad descomunal del cementerio del pueblo, en esa tarde nevada.

sábado, 26 de julio de 2014

Esa noche, Luis se quedó en el hotel. Se encontraba solo por primera vez en su vida, sin ningún lugar al que ir, sin ningún bar a dónde ir a tomar esas copas eternas que lo acompañaban durante todas las noches. De forma absolutamente casual yo también me quedé sola en la habitación esa noche. Hacía mucho frío, las paredes mismas temblaban, había un viento a ráfagas feroces que todo lo cortaban y no había hecho tanto invierno en muchos años. Fue por eso, supongo yo, que Luis y yo decidimos quedarnos en el hotel, aunque estábamos en habitaciones separadas. Él estaba en la habitación número nueve y yo en la once, y la habitación diez, nunca supe por qué, estaba siempre vacía. La diez era el único lugar que se hallaba totalmente cerrado a los huéspedes, a pesar de que el resto del hotel estuviera repleto. Como contaba, esa noche fría de agosto, Luis y yo estábamos solos por primera vez en el hotel. En nuestras habitaciones, claro. Yo dudaba en invitarlo a la mía a tomar una copa o no. Él me parecía agradable pero no lo suficiente, pero aún así tomé valor de algún lado y decidí golpear su puerta. Pero antes es mejor que relate los hechos que antecedieron a ese episodio de la noche fría para que se comprenda el por qué de la importancia del hecho de quedarme sola en mi habitación, al igual que Luis. 
Yo había llegado al hotel tres años antes, junto con mi novio. Habíamos conseguido ese lugar por casualidad, y lo elegimos por su costo y su comodidad y además porque estaba ubicado en uno de los barrios más hermosos de Buenos Aires. Mi novio y yo habíamos decidido mudarnos juntos, romper con nuestras familias, irnos para siempre de la casa paterna que a ambos nos había hecho tanto daño. Ese fue un verano feliz y normal, como cualquier otro y debo confesar que éramos felices emborrachándonos día por medio y dejando la puerta libre a nuestra libertad que se nos presentaba por primera vez como un triunfo. Los problemas llegaron el verano siguiente, una tarde fatal en que sin quererlo nos lastimamos. Demasiado. Fui hiriente con una verdad que tenía oculta y mi novio me abandonó para siempre. Luis era, desde que llegamos, el personaje en el que depositábamos todos nuestros sentimientos, buenos y malos, nuestros fracasos y victorias. Por su cercanía, solíamos escucharlo cuando hablaba, siempre consigo mismo y cuando cantaba a gritos en su fervor desafinado de los sábados por la noche. Escuchábamos todo, porque las paredes parecían transmitir la resonancia como por cables eléctricos que conectaban a todas las habitaciones entre sí, todo el tiempo. Todo en ese hotel parecía repetirse varias veces, una vez que se había dicho y lo más fantástico y peligroso, era que cuando uno comenzaba a escuchar, no podía parar nunca, en ningún momento, aunque fuera de día o de noche, o aunque una tuviera muchísimas cosas que hacer y de las que ocuparse. Por eso, las charlas de Luis las escuchaba yo como un relato propio, como una conversación de Luis conmigo, de ese Luis que apenas vi dos veces en esos tres años y por quien desarrollé un aprecio inusitado, poderoso y fértil que aún continúa.

martes, 22 de julio de 2014

Debo resignar algunas cosas si pretendo ser feliz. Simplemente, porque no puedo hacer todo lo que quisiera, puesto que para ciertas cosas tengo una férrea disciplina y para otras no me alcanzan la persistencia y el conocimiento. Quizás es muy fácil decir esto sentada en una cama cómoda y sin ninguna preocupación, quizás suene sencillo decir que se resigna a cosas importantes desde el banquillo de la comodidad. Pero no es fácil, más bien, es pesado y doloroso. Resignar una parte de mi, para siempre. 
Ahora que hablé con ella, me siento viva. Reafirmo lo que dije antes: tengo que resignar ciertas cosas. Pero ahora ya no hablo desde la comodidad, hablo desde la desesperación. No voy a ser nunca la princesa encantada que creí ser, voy a conservar siempre ese dejo de melancolía, esos aires de pobreza. Quién soy? A qué estoy dispuesta? Para qué seguir?. No por mí, porque ella me necesita. Ella es la reina absoluta de mi vida, no soy yo. Y mis ganas de escribir novelas?. Esta vez voy a tratar de lograr que mis dos partes convivan: la creativa y la realista. Ya no se van a matar entre sí, no se van a odiar más, ya no van a destrozarse. Yo soy las dos cosas, tengo que admitirlo. Soy racional, lógica, realista, consciente y también soy soñadora y fantasiosa. Pero insisto, tengo que resignar algunas cosas para poder sobrevivir. Tengo que admitir mis fracasos, mis derrotas.
Quiero ser escritora. Es solamente allí donde me encuentro, donde soy feliz. Eso significa que debo ser una criatura solitaria y alejada de la realidad? Para nada. Quiere decir que soy como cualquier otra persona y además, escribo cosas que se me ocurren. Nada más. Quiero escribir sobre tantas cosas! sin pedir nada a cambio, solamente tener siempre a alguien que pueda leerme y algo sobre lo cual escribir. Siempre voy a estar comprometida con el mundo y con la realidad que me rodea. Jamás voy a ser una niña soñadora que juegue entre unicornios y hadas, colgada del limbo. Yo no soy eso. No soy ese fantasma sufriente que no se halla nunca. Soy una mujer que busca cambiar, intervenir, interceder. Cambiar el curso de los acontecimientos. Y para eso es absolutamente necesario ser realista, y ser consciente. 
Jamás voy a ser una estrella que guíe el camino de nadie, debo admitirlo. Pero quizás pueda de vez en cuando, correr apenas el foco de luz que la ilumine, para que la estrella sea un poco más brillante.

miércoles, 16 de julio de 2014

El lirio se ha vuelto sombra sin avisar. Los juguetes fueron incendiados. Todo ha muerto menos yo. Quizás por algo estoy viva. Quizás estoy viva para poder escribir sobre todo esto. Sobre la maldita infancia que se acostumbra a torturarme, que no me deja en paz ni cuando la nombro, no me da calma.
Voy a resistir por inercia, en el fondo nací cobarde. Es absurdo. No puedo escribir porque no sé qué quiero decir y si lo supiera, no sé si lo escribiría.
Hacer, eso es todo.
La mañana es otra vez naranja y fresca como una fruta húmeda. El sol ha cortejado la casa, cuyas paredes se acostumbrarán siempre al silencio. La tarde está callada. Las muñecas están muertas y solamente yo desempolvo el vestido gris y comienzo a dar vueltas en el comedor que está vacío pero no lo está. Tengo el breve impulso de pensar que alguien me mira, que alguien está haciendo de mi un ángel macabro. Yo callo y esta vez cierro además los ojos. Tengo miedo y no lo tengo. El monstruo acelera su risa malvada mientras giro sin parar, ahora lo oigo gemir claramente entre los libros de la biblioteca. No voy a mentirme, lo quiero, quiero que haga de mi esa presa que aún no soy, que me enseñe lo que es el dolor, lo que es la humillación, lo que es el silencio. Pero él se va y me quedo sola todavía girando. No hay jazmines en las macetas, solamente polvo, papel, olvido. Esas tardes melancólicas que podrían ocurrir en miles de lugares, tuvieron lugar para mi en un departamento. Y uno simple y común, como muchos otros. Se diría que no hay nada de especial es un departamento de ciudad y sin embargo, la tristeza se siente cómoda en cualquier escenario, mientras sea a la tarde. O quizás a la mañana. Puesto que no hay nada mas terrible que ese odio adornado por el sol, como una imagen inconsciente que tortura a quién la ve, como mostrándole que no hay límites para lo ridículo. Los niños mueren de hambre bajo el sol, el sol al que tanto le escribo. Y es entonces difícil que él se me presente como el astro luz, simplemente, si no tomo en cuenta que bajo ese rostro amarillo suceden todo tipo de cosas.
No voy a dejar nunca de escribir sobre mis tardes. Ni voy a dejar de ser jamás la niña triste y solitaria que gira bajo la lluvia. Me niego a dejar de serlo. Pero aún así no sé quién soy ahora, con qué disfraz vestirme, de qué rincón surgir. Me siento débil y abandonada. No me pertenezco, a quién le pertenezco entonces? No lo sé. Me da miedo.

viernes, 27 de junio de 2014

Hoy me arrepentí de haberme despertado. Escuché otra vez las voces inquietas de mis vecinos acariciándome el oído con murmullos cada vez más fuertes. Sin embargo, ha sido una mañana clara y tranquila. El sol es hoy rosado y no hay ninguna nube. El día parece infinito desde mi ventana. Lo veo nacer como una corola de espuma y pienso. Es agradable el mate a la mañana, los libros, las noticias. La mañana tiene algo de infinito que no puedo explicar, es como si cada mañana fuera diferente, a diferencia de las tardes que son siempre las mismas y a diferencia de las noches, que se pierden entre los pensamientos. Esta mañana es fresca pero no fría, y es sutilmente alegre. Me gusta. La disfruto en soledad, egoístamente. Quiero pensarla, quiero atravesarla, quiero hacer de esta mañana, una mañana distinta pero no encuentro cómo. Esa constante voluntad de intervenir que me penetra el alma, esa percepción infinita que me alienta a seguir. Y entonces, quién soy? Para qué escribir novelas? No lo sé y me lo pregunto y me escribo, me escribo siempre a mí misma como un fantasma, como un reflejo, como un espejo interminablemente mío que soy yo pero no soy. Y me gusta saberme mía, propietaria de mis letras, cada una de ellas dicen tantas cosas. Divago y más divago. No tengo calma, y tengo miedo. Miedo de vivir, miedo de ser alguien.

sábado, 21 de junio de 2014

Puedo entonces divagar sin ser vista, subastar mis pensamientos como una maga a punto de ser incinerada. Puedo decir lo que se me antoje sin temor a perderme en los túneles oscuros de los vientos vacíos. Puedo proliferar las letras como cántaros cerrados que fluyen eternamente en las cascadas escondidas de los bosques de acero. Me puedo inventar y soy feliz de hacerlo, como un murmullo paralizante, una terapia, un genocidio, una forma de verlos a todos sin ver a nadie y de verme sin ser vista por otros, me enredo con mis trenzas y vuelvo a empezar, quizás no bailo, quizás es cierto, quizás...
Empiezo recordándome a mí misma que las letras se escabullen de la mente y entonces hay que atraparlas, atarlas y unirlas en palabras para que jamás se pierdan, ni se mojen ni se estropeen. Entonces abro las pestañas e invento un blog para guardar esas palabras que son mías y se me escapan, para encerrarlas en un espacio y fijarlas para siempre  en la memoria de quien lea.Aunque sea en este instante las voy a pertencer, las voy a hacer mías como quien se apropia del canto o del viento, como quien huye para no encontrarse como quien llora... Y empiezo sin empezar, me tropiezo y así sigo, atornillada y envuelta en un lirio de papel