miércoles, 16 de julio de 2014

La mañana es otra vez naranja y fresca como una fruta húmeda. El sol ha cortejado la casa, cuyas paredes se acostumbrarán siempre al silencio. La tarde está callada. Las muñecas están muertas y solamente yo desempolvo el vestido gris y comienzo a dar vueltas en el comedor que está vacío pero no lo está. Tengo el breve impulso de pensar que alguien me mira, que alguien está haciendo de mi un ángel macabro. Yo callo y esta vez cierro además los ojos. Tengo miedo y no lo tengo. El monstruo acelera su risa malvada mientras giro sin parar, ahora lo oigo gemir claramente entre los libros de la biblioteca. No voy a mentirme, lo quiero, quiero que haga de mi esa presa que aún no soy, que me enseñe lo que es el dolor, lo que es la humillación, lo que es el silencio. Pero él se va y me quedo sola todavía girando. No hay jazmines en las macetas, solamente polvo, papel, olvido. Esas tardes melancólicas que podrían ocurrir en miles de lugares, tuvieron lugar para mi en un departamento. Y uno simple y común, como muchos otros. Se diría que no hay nada de especial es un departamento de ciudad y sin embargo, la tristeza se siente cómoda en cualquier escenario, mientras sea a la tarde. O quizás a la mañana. Puesto que no hay nada mas terrible que ese odio adornado por el sol, como una imagen inconsciente que tortura a quién la ve, como mostrándole que no hay límites para lo ridículo. Los niños mueren de hambre bajo el sol, el sol al que tanto le escribo. Y es entonces difícil que él se me presente como el astro luz, simplemente, si no tomo en cuenta que bajo ese rostro amarillo suceden todo tipo de cosas.
No voy a dejar nunca de escribir sobre mis tardes. Ni voy a dejar de ser jamás la niña triste y solitaria que gira bajo la lluvia. Me niego a dejar de serlo. Pero aún así no sé quién soy ahora, con qué disfraz vestirme, de qué rincón surgir. Me siento débil y abandonada. No me pertenezco, a quién le pertenezco entonces? No lo sé. Me da miedo.

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