viernes, 30 de junio de 2017

Tarde

Cómo no describir el celeste del cielo repleto de estrellitas que bailan y se desplazan al compás de tus pupilas. Cómo no querer abrir de par en par la ventana y dejar pasar el aire hasta deshacer las raíces de mis pensamientos. Cómo no contemplar descalza este sol de la tarde que rueda sobre un cielo diáfano y prolífico de nubes. Cómo no extraer de vuelta la risa olvidada en el fondo de la garganta para acordarme que alguna vez sí fui feliz. Cómo no desabrocharme los ojos para mirar el horizonte que se oculta detrás de todos esos edificios. Cómo no agarrar un pincel y teñirlo todo de violeta. Y reír. Cómo no sentirme atravesada por la luz radiante que se enciende cada vez que respiro. Y que no se apagará nunca. Cómo no desfilar encima de las palabras para juntarlas todas y volver a separarlas en oración, canto, cañaveral. Cómo no pensar y recordar y sentir hasta que se me cierren las costillas pero igual sentir y esbozar una sonrisa ligera pero que nadie percibe. Cómo no extrañar la mano frágil que me arranca de a poco de la esquina de la muerte. Cómo olvidar la noche secreta en que estrechamos las manos y nuestros brazos se abrazaron envueltos  en un coro de sirenas que dibujaron la luna. Cómo no recordar las tardes alegres de primaveras pasadas y el canto frente al río, la inmensidad del día y algún que otro sacrificio banal. Cómo eliminar de mi mente la añoranza de un pasado que retorna como un canto de ruiseñor. Cómo no amar de pronto y estallar de belleza ante este mundo vacío, absurdo e insensato. Cómo no emocionarme de brazos y huesos y dedos y falanges que me salen por el cuerpo como un árbol frondoso queriendo abrazarlo todo. Cómo no imaginar que habrá un día en que todas las criaturas serán azules y en vez de palabras nos saldrán flores de la boca y los ojos ya no serán ojos sino estrellas, porque estaremos allá, del lado de la fiesta y la de la risa.

domingo, 25 de junio de 2017

La víspera

Hubo una vez una entrada al pozo debajo un árbol lejano y frondoso, a orillas de un río seco. Estábamos jugando a la ronda a mitad de la tarde, ya oscurecía por entre las hojas y observábamos un sol poniente como una despedida fatal del sol hacia un planeta remoto. 
Había olor puro a alcohol de whisky, hierba y sangre y a mí se me dio por soltarle las manos a Alicia, tirarme al pasto y mirar los últimos trazos de luz rosada que se iban alejando detrás de las nubes. 
¿Qué te pasa? Me preguntó Roberto que seguía girando al ritmo de la ronda. Nada, le dije y continué mirando el cielo. Un pájaro extraño pasó muy cerca de mí y emitió un sonido como de auxilio que me produjo angustia.
El viento último del sur se iba acercando. Cerré los ojos y sentí la tarde cada vez más oscura. Era feliz conmigo y mi silencio, percibiendo solamente unos pocos restos de luz, el aroma de la hierba y la breve brisa que me recordaba al mar cuando era niña.
Lástima que se secó el arroyo, dijo Juana, la madre de Alicia. Hoy estuvo hermoso el día, hubiéramos podido nadar a gusto, agregó y yo pensé hubiéramos, hubiéramos, bueno, no fue y ya está, porque esa manía de la gente de lamentarse por lo que no ha pasado, ¿acaso no vale nada esta tarde luminosa, este breve instante de hierba mojada, de brisa primaveral?
Me indigné y dejé de sentir el aire todo, fue como si se me hubiesen taponado los ojos y los oídos, no quería ver, ni escuchar, y de pronto, tampoco quería ser yo, ni siquiera otra, sino nada, tampoco pasto, tampoco cielo, ni arroyo seco, nada, nada, nada.
Alicia gritaba y lloraba. Se peleaba con Roberto, su primo. Los demás reían. Al parecer ya no jugaban a la ronda.
Qué sueño dijo alguien bostezando, y yo bostecé también.
Anda, dale, me pateó alguien con cautela. Parecia Roberto.
Qué querés? le dije en tono cruel y antipático.
Vamos a la montaña?
No quiero, dejáme en paz.
Y si no te dejo en paz?
Dejáme.

Y se fueron en dirección al norte y no quise quedarme allí sola y los seguí hasta la montaña.
Una vez que llegamos a la base, Roberto que se hacía el jefe del grupo nos reunió a todos y nos contó. Somos siete, dijo. Y yo pensé en qué bonito era el número siete. Sacó una linterna de su bolsillo y Juan le escupió ladrón! esa linterna es mía! y Roberto qué va, me la ha prestado tu madre. Mentira, replicó Juan y se puso colorado a pesar de que estaba oscuro, todos lo notamos. Basta, intervino Mabel que era la más grande, además de Roberto, tenía quince años. Vamos todos juntos, porque hay una sola linterna. A dónde vamos? preguntó Lucía con voz temblorosa. Al cerro, le respondió Roberto. Por acá. Pero... dijo Juan. Qué? preguntó Roberto con impaciencia. Está oscuro dijo Lucía, la hermana de Roberto, y? y que es peligroso. No, no pasa nada.

Aquélla conversación me aburría. Hubiese querido quedarme sola tirada en el pasto como hasta hace un rato. Me arrepentí de haberlos seguido.
Yo vuelvo, dije entonces, con voz firme. 
"Aurora tiene miedo, Aurora tiene miedo"
No tengo miedo, es que  hace frío y allá arriba no hay nada. No entiendo por qué quieren subir.
Y cómo sabés que no hay nada si no subís a ver? Me preguntó Juan con vos altanera y me dieron ganas de estrangularlo. Me enojé.
Y porque no hace falta subir, porque es una montaña y nada más, y en las montañas no hay, salvo hierbas y algunos animales.
¿No será que tenés miedo? dijo Roberto.
No tengo miedo, solamente no quiero subir, respondí.
No pasa nada, Aurora, me dijo Mabel con voz maternal. Vamos, es un rato nada más, luego volvemos.
Pensé y no quería volverme sola, ya estaba oscuro, casi negro y no tenía linterna.
Pero qué vamos a hacer? Pregunté ahora.
Vamos y ya, dijo Roberto. Me tomó de la mano y tiró de mi hacia arriba.
Basta, soltáme.
Ya empieza, dijo Roberto.
Y es que vos para qué la agarrás así, bruto! le espetó Mabel. Andá, Aurora, si no querés subir, regresá.
Y pero es que no quiero regresarme sola, no tengo linterna. Alguien viene conmigo? Lucía?. Lucía me dijo que no con la cabeza y también me dijo que no con sus grandes ojos tristes.
Ves? No le viene nada bien, que haga lo que quiera, dijo Roberto y empezó a caminar. Los demás lo siguieron. Mabel me agarró de la mano con suavidad y me dijo, vamos, no pasa nada, no pasa nada repitió.

Caminamos durante quince minutos casi en silencio. Roberto iba adelante con la linterna, alertándonos sobre las ramas que aparecían y los pozos y las piedras peligrosas. Atrás iba Lucía, de la mano con Manuel, su hermano pequeño. Ellos dos eran hermanos de Roberto y a su vez, primos de Alicia. Hace frío, dije entonces para decir algo, aunque sabía que mi comentario no les iba a gustar porque ya todos sabían que hacía frío.
Siempre hace frío en la montaña, me respondió Juan, que parecía asustado y sentí que estaba esperando que alguien dijera cualquier cosa para responder y cortar el silencio. Ya sé, le dije en  tono suave. Esperé unos segundos. Estás bien? le pregunté. Claro que estoy bien! Me dijo como enojado y yo pensé que seguro se había puesto otra vez colorado pero que nadie lo notó porque estaba oscuro. Al rato, Mabel que iba detrás de todo dijo de pronto, asustándonos a varios. Miren! Y señaló con el dedo índice hacia arriba y a la izquierda. No veo nada! dije apresuradamente, y ansiosa, me había asustado. Allá, allá, dijo Mabel parándose en puntas de pie y con los ojos emocionados. 
Los ojos muertos de un caballo blanco vivo me vieron de pronto, y me asusté terriblemente. Es horrible eso! grité.
No grites, me dijo Roberto.
Es un caballo? dijo Lucía.
Claro que es un caballo, le dijo Roberto, qué va a ser?
No parece caballo, respondió Lucía.
Ah, no? Y qué parece? No sé, otra cosa.
Sí, parece otra cosa acordé yo, recordando la imagen de aquellos ojos muertos.
Parecerá otra cosa pero es un caballo, aseguró Roberto.
Un muy lindo caballo, dijo Mabel. 
Está muy quieto, por qué está quieto? pregunté.
Manuel empezó a sollozar.
Porque no sabe quiénes somos, y tiene miedo de que lo lastimemos.
El caballo estaba a unos veinte metros de distancia y nos observaba con esos ojos muertos y no hacia otra cosa más que observarnos con esos ojos muertos y horribles.
¿Y ahora qué? ¿seguimos? pregunté. Pero nadie me respondió, todos se quedaron mirando el caballo de los ojos muertos.
No aguanté el silencio, empecé a sentir un estrechamiento en el pecho y comenzó a faltarme el aire. Vamos? Nadie me respondía. No aguanté. Respiré agitadamente y exploté: el caballo está muerto, el caballo está muerto!
El caballo no está muerto, me dijo Roberto. Qué te pasa?, calmáte!
No me gusta!!! no me gusta!!! dije agitándome aún más.
Se pone nerviosa, dijo Mabel, con impaciencia. No deberíamos haberla traído.
Vamos, sigamos un rato más y después volvemos, me dijo Roberto comenzando a caminar nuevamente y eso me hizo poner aún más nerviosa.
No sé, Roberto, le dijo Mabel con seriedad. Alicia dijo tímidamente que ella también quería volver.
Si nunca avanzamos más allá, nunca vamos a saber que hay. No tengan miedo. Estamos todos juntos.
Yo no dije nada, pero sentí la respiración de Lucía cerca de mí y supe que ella, al igual que yo y que Alicia, estaba asustada.
Robertó habrá percibido algo porque continuó. "Chicas", nos dijo, pero mirándome solamente a mí. No se pongan nerviosas. Es solamente un caballo asustado, ven? Pero no miró hacia donde estaba el caballo y yo pensé que él también se había asustado un poco, como nosotras, como el caballo. No pasa nada malo. Además, siempre decimos que queremos explorar la montaña de noche y nunca lo hicimos porque éramos chicos. Ahora ya somos grandes. Mabel y yo tenemos quince años y tenemos una linterna, y pilas y... 
No me importa la linterna ni las pilas. Y ese caballo es raro, dijo Lucía, y parecía que se iba a poner a llorar ella también al igual que su hermano Manuel.
Mejor vamos, Roberto. Dijo Mabel. No tiene sentido que sigamos así. Están asustados.
Mabel me dio lástima. No había vuelto a mirar al caballo ella tampoco. Yo sabía que todos estábamos asustados por ese caballo con los ojos muertos.
Roberto la miró con cara de decepción. Me miró a mí con bronca y luego a su hermana Lucía y finalmente a Manuel que observaba toda la situación con los mismos ojos tristes que los de su hermana pero ya no sollozaba. Está bien, volvamos. Dijo Roberto resignándose con un suspiro y caminó esta vez en la dirección contraria.

Me tranquilicé cuando empecé a seguirlo y al cabo de unos minutos pensé que quizás había exagerado con lo del caballo. Tenía que admitirlo estaba asustada porque estaba oscuro y porque nunca había subido de noche a la montaña a pesar de que decía que siempre había querido hacerlo. Me arrepentí de pronto y quise decirles a todos que mejor continuásemos, que había que enfrentar nuestros miedos y seguir camino a pesar del caballo. Para darme valor, miré hacia donde estaba el caballo y comprobar que ya no me asustaba. Miré con el mayor disimulo del que fui capaz pero el caballo ya no estaba, lo busqué con la mirada sin poder creer que hubiese desaparecido. Se había ido de pronto tan silenciosamente que nadie lo había notado, o al menos nadie dijo nada. Me asusté de nuevo y me puse contenta de estar regresando. Agarré la mano de Alicia con firmeza y ella me sonrió. Era un año menor que yo y siempre buscaba mi amistad, aunque yo generalmente la rechazaba porque me parecía consentida y caprichosa. Pero me gustó que nos agarráramos la mano mientras bajábamos. Juan se puso a silbar, supe que él también estaba contento de estar regresando. Que frío hace! Dijo Mabel, tiritando y dándose calor con sus propios brazos. Roberto no decía nada. Bajábamos.
Al tocar la base  de la montaña, respiré el aire frío y me sentí bien. La luna estaba alta y parecía un espectáculo de bruma y de sirenas de colores pálidos. Pensé en lo mucho que me gustaban las historias de sirenas.
Mabel, me leés un cuento cuando lleguemos?
Claro, me dijo Mabel. Y me dio un beso en la cabeza.
Sonreí. Quería a Mabel, hubiese querido que fuera mi hermana mayor. Era triste para mí no tener hermanos.



sábado, 24 de junio de 2017

https://www.mixcloud.com/azulplat/

Inti Raymi (Fiesta del sol)

Hubo un crecimiento de pequeñas gentes relampagueantes alrededor de un fuego feroz y ardiente como una mandíbula diabólica.
Se llamaban con distintos nombres que no pude pronunciar nunca y adoraban dioses que eran ajenos a mí, a pesar de que el canto de los pájaros que escuchábamos era exactamente el mismo. 
Nunca supe quiénes eran. Ahora ya los olvidé y solamente persiste el recuerdo de aquella fogata que decían que hace 547 años que no se apagaba. Yo les creí porque ese fuego tiene una textura y un color especiales, invitaban a quedárselo observando durante largo tiempo, hasta que una comenzaba a sentir una especie de extraña energía que le subía por el pecho hasta la garganta y era entonces cuando comenzaban los alaridos. Éramos como animales: perros, lobos, fieras, toros, vacas, osos, lo que fuera. Cada uno tenía una máscara enorme y orgullosa que permitía que nos transformásemos en otra cosa. Me daba miedo ponerme la máscara porque no sabía en qué me convertiría,., era tal el miedo que tenía de mí! quiénes eran ellos los otros todos que habitaban en mi mismo cuerpo? cómo permitirles desperezarse y salir al fin al mundo exterior para guardarlos nuevamente en mí hasta el próximo año o quién sabe si quizás para siempre. Intuía que no iban a querer salir ellos de mí, estaba segura, se resistirían. Sufrí mucho durante todo aquel rato en el que no sabía si ponerme la máscara o no. "Anda, niña", me dijo entonces un hombre adulto con voz tenebrosa y máscara de águila. "Qué esperas?", "tengo miedo", "ya, póntela, pues!", me dio una orden que sentí que debía obedecer, aunque no estuviera segura, y que de todas formas, me ayudó a decidirme. Me puse la mascara de oso, y me sentí bien de pronto, limpia, total, sin problemas. Libertad animal y libertad humana, eran la misma cosa y nunca lo había sabido hasta ese momento. Bailé sobre el fuego cantando cantos que me surgían de las entrañas del cuerpo, produciendo sonidos guturales y ásperos, hasta grotescos, y daba pasos pequeños, como pequeños saltos que no significaban nada sino una especie de ritual obvio, pero que yo no conocía del todo. Me gustaba bailar oyendo la música lejana que emitían las gentes con sus instrumentos y que no llevaban máscaras porque no las necesitaban. Era un ritmo simple, continuo, repetido, monótono. Y había algo allí, en esa monotonía, que me producía bienestar y belleza. Estaba sola, es decir, no conocía a nadie allí, en esa fiesta, y sospecho ahora que quizás por eso mismo es que me sentí tan bien. Nada malo pasaría, al fin no tendría miedo de perder a nadie, porque claro, estábamos tan vivos! "A bailar a bailar que el mundo se va a acabar"
Luego de una hora de dar vueltas alrededor del fuego comencé a tomar una bebida que me ofreció un hombre con una máscara de bestia feroz pero que no distinguía qué animal era. Supuse que la bebido era vino tinto, por el color pero cuando lo probé me di cuenta de que no, de que era una bebida que nunca había probado, sabrosa sin embargo, y ardiente casi como el fuego que parecía cada vez agrandarse más en su volumen y fuerza a medida que pasaba la noche. "Te gusta?", "¿sí, qué es?", "así saldrán toditos tus males", me dijo, y ya que me dijera eso me empezó a producir malestar. Cuáles eran mis males?, cómo saldrían?, en qué orden? a qué velocidad? El vino que no era vino empezó a darme un calor insoportable, por lo cual decidí sacarme la máscara un rato para tomar mejor el aire fresco de la montaña, pero cuando lo estaba por hacer, una mano misteriosa y fría como la nieve me frenó de pronto "no se puede", dijo tajante. Cuántas órdenes que dan aquí!  Pensé. Me dijo eso pero yo decidí sacármela igual puesto que sentía que me iba a ahogar por falta de aire si no lo hacía, es más, ya me debe haber bajado la presión, pensé, y fue entonces cuando me intenté sacar por segunda vez la máscara y me di cuenta al fin de que realmente no podía, pues ya no había máscara que sacar. Era yo, convertida en oso, totalmente entera, hecha de pelo, pies, cabeza, patas. Garras. Era un oso, un oso hecho y derecho como había visto en los documentales de la televisión. Incluso pensaba como oso, miraba el fuego y sentí un hambre voraz, y me balanceé sobre un alguien que llevaba puesto un traje de rata para comérmelo. Éste hombre y mujer rata me quitó espantado aunque con cuidado, pegándome en el hocico, lo cual, me hizo enojar aún más, y me produjo una sensación de rabia animal que jamas hube sentido bajo mi forma humana. Quería morder, desgarrar, matar, tenía el instinto de querer sentir huesos partiéndose en mi mandíbula, sangre corriéndome por la garganta, pelo atorándose en mi estómago, y mis oídos quería oír alaridos, alaridos de dolor tan fuertes que parecían las súplicas más salvajes y más hondas que cualquier ser vivo pudiese emitir. No sentía sino deseos de oso salvaje. Incluso percibía que el fuego me avivaba a cometer todos aquellos crímenes con los que fantaseaban que no eran ya crímenes, sino instintos de oso. O de osa, no estaba segura. 
Pasé un tiempo quieta sintiendo todo aquello y dándome cuenta de que el mundo tenía un hedor a muerte. Decidí alejarme del fuego, y recorrer un poco los valles de la noche iluminados por la luna. Solamente recuerdo que el cuerpo me pesaba mucho y que tenía sed. El sonido de la música se iba alejando de a poco, hasta volverse apenas un susurro en medio de un silencio seco y vacío, que me produjo escalofríos aterciopelados. Buscaba cualquier cosa: comida, agua, refugio, compañía. Empecé a sentir malestares físicos, una especie de mareo nuevamente, y tuve miedo de estar volviendo a mi forma humana: no quería. Quería ser oso para siempre, pues la vida de oso se me hacia mucho más simple y completa que la otra, aquélla que tanto me pesaba y que me había hecho sufrir.
Caminé mucho rato sin poder saciar ninguna de mis necesidades físicas, hasta que de pronto encontré un oso exactamente igual a mí, que me observaba desde atrás de un árbol con cautela. Me acerqué y abrí la boca para hablarle (pues pensaba que podía hablarle), pero sólo me salió un vómito de sangre y barro que produjo en el otro oso un asco irreversible que expresó empujándome al suelo y pateándome la cara con su pata de oso. Era horrible no poder pedirle disculpas, ni llegar a decirle que no me pegara. Pero luego sentí que no hubiese querido decirle aquéllo, sino patearlo yo también. Y vomitarle más sangre y más barro, en la cara y morderlo, y morder ¡al fin! sangre y hueso y carne fresca y sentir sus aullidos de dolor. Me levanté dispuesta a todo y le di un zarpazo en la garganta. El otro se asustó pero arremetió de nuevo, algo confundido pero con mayor ímpetu que anteriormente. Me mordió la parte izquierda de la cara y yo emití un aullido fatal que me hizo sentir náuseas. Empecé a vomitar sangre y barro de nuevo y el otro oso no hacía sino cargar contra mí. Me eché al suelo dejando caer mi peso sobre el aire, pensando que quizás no debía ser tan malo morir, pues estaba extrañamente aliviada de haber expulsado de mí esos vómitos hediondos que me habían estado oprimiendo el pecho por siglos. No me rendí, sin embargo, en ningún momento. No recuerdo cómo me levanté de nuevo pero lo hice y arremetí por última vez con el otro oso, que al igual que yo estaba también muy lastimado y le faltaba el ojo derecho. No me percaté de sus gritos hasta que vi que le faltaba un ojo. Entonces lo oí por vez primera. Estaba muerto de dolor y confusión. Y sentí rabia, bronca, pena por aquella debilidad evidente, por haberse dejado sacar un ojo, un ojo!, por haberse dejado morder y pegar por mí, por mí que no era más que un oso arrepentido de haber sido humana alguna vez! por ser tan débil. Lo odié con el alma y con el cuerpo: sentí ira en partes del cuerpo que no sabía que existían sólo para alojar la ira. Arremetí, como decía, contra él, yendo directamente a destrozarle el cuello, y a pesar de que con el ojo que le quedaba hubo un instante de súplica, hice caso omiso a aquél pedido y lo mordí con toda la fuerza que podía y sacudí su cuello con odio con mis colmillos, haciéndolo llorar y salpicar sangre por todos lados, y más gritaba él y más lo odiaba yo y más lo apretaba y más lo sacudía y en ningún momento me eché para atrás ni me arrepentí, y me quedé así, con su cuello en mis fauces hasta que supe que había muerto. Lo solté con la ternura sádica, la única ternura que somos capaces de experimentar los infelices y dejé su cuerpo liviano caer como una hoja seca, sobre la tierra aún entumecida de su sangre roja. Sentí una paz extraña, una sensación de calma y tibieza en todo el cuerpo. Me quedé junto al cadáver durante un tiempo largo, observándolo a éste y envidié su entera forma de yacer frente a un mundo que ya le era ajeno. Me quedé largo rato caminando por el valle sintiendo un brote de melancolía que no me dejaba tranquila y que pronto empezó a perturbarme. Tuve miedo y deseos de morir allí, antes de que amaneciera, faltaba poco. No sé cómo ni en qué momento, pero me quedé dormida sobre el pasto húmedo a mitad de camino, mientras un aroma a lilas que traía un frescor matinal desde lejos, me iba produciendo una sensación de sopor y tranquilidad. Cuando desperté tenía de nueva forma humana (me había dormido como oso), el pelo sucio y enmarañado, rastros de sangre entre mis dedos y la ropa igualmente húmeda y estropeada, con manchas de barro y sangre. Divisé un sol alto, imponente, erigido sobre el cielo como un Dios que me contemplaba, y tan alto y seguro lo vi allí y era tanta la luz que transmitía y el brillo que emanaba que sentí una profunda emoción y empecé a rezarle.Jamás me había doblegado frente a nada ni nadie de la manera en que lo hice aquella mañana, le rezaba como una niña a la inmensidad del mundo. Quería, calor, protección, paz, seguridad. Y el sol parecía ser el único ser que me observaba y que conocía lo que me estaba sucediendo. Creo que así rezando me volví a quedar dormida, y cuando desperté nuevamente, ya de tarde, caminé con desesperación hacia la fogata donde había comenzado todo. Entré en pánico al recordar los detalles del episodio de mi pelea con el otro oso y tuve terror de haber cometido un crimen de verdad, pues hasta ese momento todos aquellos sucesos se me habían transfigurado en la mente como sueños fantasmagóricos. Llegué hasta la fogata y estaba ésta pero alrededor no había nadie, absolutamente nadie. Ni nada. Una ropa por allá, botellas casi vacías, restos de ceniza, papelillos de colores, viento, nada, soledad, nada. Cerré los ojos cuando el sol ya comenzaba a teñir de rosa el cielo , que dibujaba un contorno extraño pero hermoso con las montañas de la cordillera. Sentí frío y sed. Caí desvanecida. 

Desperté por tercera vez de noche y me encontraba en una casa con una mujer y un hombre que me miraban seriamente y a quienes yo no conocía. Me habían puesto una venda en el cuello y quise preguntarles qué estaba pasando pero me di cuenta de que no podía hablar ni mover las cuerdas vocales sin desgarrarme del dolor. Nunca olvidaré esos dos rostros, esos dos rostros que hoy los recuerdo lejanos pero que me salvaron del abismo de mí misma. Recuerdo esos dos rostros como dos soles alejándose de a poco hacia atrás de la cordillera. Recuerdo esos cuatro ojos penetrándome el alma, diciéndome nada, mirándome solamente. Esa mirada fatal me destruyó y me salvó al mismo tiempo. Esas miradas ahora me recuerdan al sol, al que ahora le rezo todas las mañanas y a quien le agradezco haber salido ese día, y haberme salvado, de haber iluminado aquélla tarde, en que hubo de alumbrar la tierra infernal donde los seres se transforman y se mueren y se matan y se muerden y se viven y se desparraman frente al fuego a contarse historias de amores lejanos. Los cuatros ojos me miraron durante horas y supe que era de noche porque la ventana estaba abierta y allá afuera todo era oscuro. Todo era oscuro, tan oscuro como el oso que habita en mí y que ahora dejo salir de vez en cuando, apenas, un rato, al sol, pues le encanta tirarse al sol, sentir que le brillan los dientes.