domingo, 29 de octubre de 2017

augurios

En la arboleda más triste del mundo habitan unos seres incomprendidos y ajenos a estas tierras llanas y extensas.
Son los pequeños augurios con forma de estrella y con una lengua larga, muy larga, y salada como el mar.
Son azules y pintorescos, y a veces se pueden volver transparentes, cuando se precipitan sobre los transeúntes abriendo sus alas pequeñas y cayendo en picada sobre las cabezas de aquellos que pasean por el camino principal de la arboleda rodeado de rosas azules y silvestres, en las eternas tardes de calor agobiante y que generalmente, son jóvenes enamorados que se toman de la mano y que recitan palabras que les dictó de memoria su corazón durante la noche anterior.

No hay nadie que sepa sobre estos seres. Solamente sabe sobre ellos el Dios Olvidado.
Es un Dios que está triste porque ya nadie lo venera. Porque los humanos se han puesto a hacer otras cosas más importantes que creer en él y ya nadie se acuerda de rezarle, ni de evocarlo, ni siquiera ante la más devastadora catástrofe o la más intolerable incertidumbre. Se siente solo hace siglos. Espera pacientemente una y otra vez, pero luego se frustra. Se cansa cada vez más de no ser solicitado. Se cansa entonces, de ser un Dios y desea poder extinguirse como los animales terrestres. Morir al fin, saber qué hay del otro lado.
Así es como nadie acude al Dios olvidado y él piensa que es porque ya no lo necesitan.
Comienza a experimentar un vacío tan hondo como el espacio celeste, considera que se quedó sin identidad. O que perdió el trabajo.
No sabe llorar porque los Dioses no lloran ni ríen como hacemos los humanos. Ellos hacen ambas cosas al mismo tiempo, todo el tiempo.

Hasta que un día, el Dios Olvidado, recordó a los pequeños augurios alados que había creado una noche de infatigable alegría y emoción, y con un enorme esfuerzo.
Eran sencillos pedazos de él que había olvidado que existían.
Así que salió a buscarlos por el fondo del mar, por los tupidos valles del norte de África, por las extensas cadenas de la selva amazónica y hasta por las nubes bajas ennegrecidas de tierra.
Pero los augurios no estaban allí.
Estaban todos juntos, en un sólo lugar, en la arboleda más triste del mundo, en un país lejano, en un país del Sur.
El Dios se puso triste nuevamente al no encontrar a los augurios. Desistió de la búsqueda. Se enojó con él mismo, y por su misma e inevitable rabia, se arrancó ambos ojos con sus propias manos en un intento inútil de acabar con su existencia.
No murió porque los Dioses no mueren. Pero quedó ciego por el resto de la eternidad.

Y una tarde mientras jugaba con el viento oceánico de las costas del caribe, oyó a un augurio pequeño volar hacia él y lo sintió posarse sobre su cabeza. Era uno solo. Uno.
Y entonces, el Dios Olvidado comprendió que los augurios y él habían estados separados durante muchísimo tiempo. Y que ya no se reconocían, ni se necesitaban. Y que solamente aquél augurio le quedaba, quizás por casualidad, quizás porque estaba perdido.

Y entonces, fue cuando el pequeño ser alado, apenas si se sostuvo sobre la cabeza del Dios. Agonizó pocos minutos sin emitir sonido, para luego morir tranquilamente.
Y entonces su cuerpecito se fue con el viento oceánico.
Y nunca volvió.
El Dios olvidado, lloró lágrimas de mar y pensó que probablemente, los augurios habían encontrado algo gratificante que hacer, más que simplemente existir de forma errante y desordenada.
Y se acordó de pronto, de que a los augurios les encantan los árboles.
Supo al fin que debían encontrarse todos juntos (andan siempre juntos), en alguna arboleda perdida del mundo.

y además, en un ceguera imparcial e inapelable, recordó que a los augurios les encanta deslizarse sobre las lágrimas absolutas de los jóvenes enloquecidos de amor.

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