martes, 3 de octubre de 2017

Cuando viajo en el 59

Últimamente paso los días comiendo en los mcdonalds o yendo a la verdulería a comprar una lechuga criolla, dos tomates perita y media doce de huevos para almorzar en mi trabajo, siempre a las dos de la tarde. Me deprimen terriblemente las horas y horas que paso en la oficina y que generalmente se me hacen eternas y tediosas. A veces sin embargo, le tomo gusto a la soledad implícita de los papeles y los monitores, y me quedo en mi trabajo hasta tarde. Me gusta ver por el enorme ventanal cómo va anocheciendo, me gusta ver apagarse el cielo no sin antes estallar en colores y luego oscurecerse todo en apenas unos instantes, en los que se alza la luna. Me hace sentir menos sola saber que anochece, y que el día transcurre, que ya transcurrió un día más, otro, y yo allí, ya sola, sentada frente a una pantalla con muchas ventanas de internet abiertas y casi siempre un word en el que escribí algo pero que siempre dejo por la mitad. A veces leo un poco, trato de estudiar pero no logro concentrarme. Pienso, me imagino, entro al Facebook una y otra buscando todavía no sé bien qué cosa. A veces de pronto me siento inútil, siento angustia y de pronto, me siento tonta y pequeñita como un roedor huidizo y triste. Transpiro rabia y palabras que se quedan allí y que no salen. Cuando salgo de mi trabajo, camino dos cuadras hasta la parada del bus. A veces espero el colectivo comiendo una hamburguesa o algo salado que compré por ahí, pero no me subo al primero que pasa, sino que dejo que pasen dos o tres y al cuarto o quinto, lo corro con absurda desesperación. Como si estuviera en una película de bajo presupuesto, actúo y simulo verlo a último momento y entonces, me largo a correr casi una cuadra entera, e incluso a veces si el semáforo se pone en verde, no lo alcanzo. Algunas personas me miran con curiosidad, o al menos eso me parece. Los choferes del colectivo con frecuencia no me abren la puerta, pero algunas veces sí. Yo creo que depende del humor o de qué tan apurado esté aquél hombre anónimo que siempre me parecerá el mismo, todos los días cambia pero para mí es el mismo. Si tienen la amabilidad de abrirme la puerta, me agrada subir agitada por mi espectacular corrida, con la boca abierta para respirar y diciendo gracias con una sonrisa leve e incluso con la mirada fija. En general, aquellos hombres me sonríen también y eso me gusta, porque no me gusta pelear y me siento cómoda en la cordialidad y el respeto civilizado que todos simulamos cuando subimos al bus. Olvidé mencionar antes que siempre elijo el colectivo cuando está casi vacío, ya que me niego a viajar parada o en un asiento que me desagrade. Me siento siempre en el mismo lugar: del lado derecho en el asiento de a dos personas, sobre la rueda, al lado de la ventana. Mientras estoy allí, escucho música en mi celular y también oigo la radio fm porque me emociona que suene de pronto una canción que hace rato no escuchaba y que me trae recuerdos tristes o alegres, no importa. Sentada allí también, escribo, leo, estudio, pienso, sobretodo pienso. Las mejores ideas, los argumentos más lúcidos, los monólogos más contundentes, las decisiones más importantes las he tomado así, sentada y rígida con las pupilas como faroles, mirando por la ventana del 59, siempre a la derecha. Como ya me sé de memoria el recorrido, no me hace falta mirar, ni levantar la vista si no quiero, para darme cuenta en qué parte del trayecto estoy. El colectivo me lleva y el momento que más detesto es cuando tengo q bajarme. Siempre quiero seguir viajando toda la noche, durante horas, hasta que amanezca. Horas y horas, viajando, pensando, leyendo, escuchando música, recorriendo toda la ciudad y el conurbano bonaerense. Amaría el hecho de no tener apuro de ningún tipo y poder viajar y viajar, y ni siquiera me importaría ser la única pasajera. No me importaría, repito. Es realmente maravilloso poder sentir cómo el colectivo acelera, me encanta cuando toma velocidad y por eso me encanta viajar de noche, porque hay menos tránsito y el recorrido es fluido y directo. Es increíble cómo de noche la ciudad cambia, se vuelve distinta, se prende, florece y yo la noto mucho más hermosa, más limpia y agradable, como eternizada, más pequeña y calma. Mi conciencia clasemediera me permite disfrutarla así, sin más y por la absurda costumbre de haber nacido entre el cemento fatal y el humo de los autos. El viaje cotidiano, se vuelve tan absurdamente propio e íntimo, como cualquier hecho rutinario, diario. Nunca hablo con nadie en el colectivo, no me agrada la gente en general, ni siquiera me interesa escuchar sus conversaciones. Pero sí me gusta mirar los rostros, observar sus actos. En general leen, o están enfrascados y encorvados haciendo algo con el celular. Casi no se miran entre sí, todos sabemos que somos extraños que confluimos allí por maniobras del destino y que no volveremos a vernos nunca y a ninguno nos importa. Me gusta también mirar los rostros de los pasajeros de los colectivos cercanos, por ejemplo cuando frenan al lado del bus en el que estoy yo. Me gusta mirarlos fijo a los ojos, casi hasta intimidarlos, sostenerles la mirada por un rato hasta que se cansen o hasta que arranque el colectivo. A veces me sostienen también la mirada, otras veces me evitan, otras veces ponen cara de extrañeza. Y yo me imagino quiénes serán, cómo serán sus vidas, a dónde irán, de dónde vendrán, qué pensarán, cuál será su visión del mundo, si será la misma que la mía o si no. Y me divierto, absurdamente me divierto.

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